El almacen de Don Abad
Comunitario

Aquel almacén sin nombre tiene tantas anécdotas como su dueño. La primera es que efectivamente sí tuvo nombre, pero por cuenta de la violencia y como estrategia de supervivencia, quitó el aviso para evitar conflictos.

El almacen de Don Abad

Un almacén sin nombre puede no importar mucho, pero que su dueño y administrador lleve asistiéndolo cincuenta años, basta para tenerlo acreditado ¡y muy bien acreditado! Y cuánto más, con el perfil de un hombre amable, decente, prudente… todo un caballero como podría describirse a don Abad Botero, quien se dispuso a compartir fracciones de su historia, de manera serena y confiada (asunto que se agradece), en su silla mecedora de cuarenta años no más.

Muy atento y con un oído más lucido que el de cualquier joven que por cuenta del aturdimiento de la modernidad, embota su memoria, contó para El Arriero, detalles que retornan a un pasado, despertando melancolía y añoranzas.

Cuenta que quedó huérfano a sus seis años, aprendió de su padre el arte del comercio y el valor de la honestidad; supo arriar mulas y vender con don Manuel, en la esquina de la plaza de San Luis, aún empedrada y silenciosa, maíz, frijol, escobas y víveres en general. Recuerda con nostalgia las casas de paja y de bahareque y calles en mera tierra. Sobre el bachillerato que le correspondía hacerlo en Granada porque San Luis no ofrecía la oferta, dice que “el frío me derrotó y me regresó al pueblo”.

En aquella época, ningún menor de edad, ningún adolescente podía estar fuera de la casa o en la calle, después de las ocho de la noche; “a esa hora la policía tocaba pito”, literal, sonaba el pito. Recuerda, cuando en un negocio cualquiera, estaba viendo jugar billar con unos amigos, y sorpresivamente llegó el alcalde y la policía y los llevaron al comando un buen rato, sólo por no tener edad, pero cuando la cumplió, entraba a La Popular (negocio que estaba enseguida de la iglesia), a las tres de la tarde y salía a las diez (casi una jornada laboral como quienes la cumplen hoy en el Bar Ganadero y Verdemar, entre otros, hasta con extras). También fue cervecerito don Abad, a sesenta centavos compraba la cerveza, “y la clarita, la de botella pequeña, a cuarenta centavos la consegua”. Conoció Medellín a sus dieciocho también; viajaba en la escalera de Miguel Gómez, recuerda que los pasajeros encargaban el puesto un día antes y a la una de la mañana lo ocupaban; “llegábamos tiesos de frio porque nos íbamos por Granada, Marinilla, Rionegro y Santa Elena”.

Se casó a las seis de la tarde y la invitación fue abierta y con marcadas diferencias de las bodas modernas. Lleva entonces sesenta y dos años de casado, tuvo cinco hijos varones, cuenta con ochenta y tres de vida y con una memoria que describe como “buena, muy buena, hago mandados, merco y nada se me olvida… la memoria no me ha fallado todavía”.

Aquel almacén sin nombre tiene tantas anécdotas como su dueño. La primera es que efectivamente sí tuvo nombre, se llamó: Almacén El Campesino, pero por cuenta de la violencia y como estrategia de supervivencia o quizá como garantía de vida para su almacén, un día cualquiera y copado el pueblo de gente extraña, quitó el aviso para evitar conflictos. En un par de ocasiones le tocó bajar las cortinas de manera improvista. La segunda, se trata de los cuarenta y cinco mil pesos que le costó el almacén, y a Toñito Duque, quien murió hace bastantes años, empezó a pagarle doscientos, luego quinientos y, por último, mil quinientos pesos por el arriendo. Al tiempo compró el local en doscientos mil, “un precio para la época, normal”.

El almacén cuenta con artículos especialmente para varones, siendo los campesinos los mejores clientes que se surten de botas de caucho, sombreros, camisas muy bonitas y pantalones. Dice que no le gusta que le pidan rebaja porque “para eso vendo barato”. La estantería es más joven que la tienda, pero sigue siendo vieja y eso nada importa, es útil y fina, y no la cambia, aunque su hijo lo sugiera. Sobre las vitrinas, que tienen veinte años con él (y de vida otros tantos), fueron ofrecidas por un amigo de Medellín que “estaba engüezado con ellas, me pidió que se las comprara y le dije que no; al tiempo me las regaló”. Por la época del desplazamiento perdió bastantes clientes de Salambrina, El Popal, entre otras veredas. Nunca olvida aquel domingo día del padre, cuando vendió once pares de botas y su amigo Estupiñan jocosamente le pidió que partieran por “su buena espalda”. Aquellas botas que valían cuatro mil quinientos pesos hoy cuestan cincuenta mil. No fía mucho, pero lo hace, “porque en todo negocio hay que fiar”. Pocos días pasa “en blanco”, pero los ha pasado, sin que le afecte.

Por cuenta de su hermano Ignacio, maestro ilustre y muy querido, aprendió el arte de la sastrería, lo que ayudó al sustento de su familia y para engalanar a los clientes con su buena mano. Un mes antes de la Semana Santa, ya copado de encargos, no recibía más compromisos. Cincuenta años con este oficio le permitieron hace mucho tiempo, hacer “mercados carnudos, mercados de cuarenta pesos muy carnudos para una semana”. Tampoco olvida el precio de los pantalones que un día fueron a cincuenta pesos, ahora a treinta y cinco mil. Nunca le gustó productos para las mujeres porque, “al menos el calzado, que pasa tanto de moda, termina siendo un encarte; el del hombre no”.

Don Abad sueña con que no vuelva la violencia “porque lo que vivimos fue lo peor de la vida”, y que arreglen tanta huecamenta por la vía de San Luis a El Cruce. Yo diría que por la vía hacia Medellín y más allá.

Dos preguntas en mis adentros me interrogan para cerrar, sobre qué saben los jóvenes del pasado de San Luis, así como ¿Por qué tantos están olvidando saludar, dar las gracias, pedir permiso y ayudar a sus papás como lo hacía don Abad?

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